Ven conmigo en la historia un par de miles de años atrás. Vamos a Roma… a un cuartucho más bien desarreglado, rodeado de altos muros… Dentro vemos a un hombre sentado en el piso. Es un señor mayor de edad, de hombros encorvados y casi calvo, de cuyas manos y pies cuelgan cadenas…
Es el apóstol Pablo… El apóstol que estaba sujeto solo a la voluntad de Dios está ahora en cadenas, confinado a una sucia vivienda bajo la vigilancia de un soldado romano…
Está escribiendo una carta. Sin duda, es una carta en que se queja a Dios. Sin duda es una lista de agravios… Tiene más que motivos de estar amargado y quejoso. Pero no lo está. Al contrario, está escribiendo una carta que dos mil años después se conoce aún como un tratado sobre el gozo: la carta a los filipenses…
¿Por qué no dedicas algún tiempo a leerla?
Regocijaos en el Señor siempre. Otra vez digo: ¡Regocijaos! Vuestra gentileza sea conocida de todos los hombres. El Señor está cerca. Por nada estéis afanosos, sino sean conocidas vuestras peticiones delante de Dios en toda oración y ruego, con acción de gracias.
Filipenses 4:4-6
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